Gran cosa, queridos recién casados, es el corazón del hombre y de la mujer, cuando se unen en la comunidad de la vida para fundar una familia. Del corazón nacen los primeros anhelos, las primeras miradas, las primeras palabras que atraviesan los labios para encontrarse y cambiarse con otras que salen de otro corazón, mientras ambos se abren mutuamente en el sueño de una felicidad doméstica. Pero ¿qué es el corazón? El corazón es fuente de la vida, porque en él se inicia, avanza, se vigoriza, madura, se extiende, envejece y termina el movimiento de la vida; y todas las vicisitudes, todas las alternativas y variaciones de la vida repercuten en él según los movimientos de las pasiones que despiertan sus saltos y latidos, sacudiendo sus fibras por encontrados afectos de amor o de odio, de deseo o de miedo, de alegría o de tristeza, de esperanza o de aliento, de humildad o de orgullo, de temor o de audacia, de suavidad o de ira.
El corazón abierto es fuente de felicidad en la vida común de dos esposos, mientras un corazón cerrado disminuye su gozo y su paz. No os engañéis al hablar del corazón: es el símbolo e imagen de la voluntad. Así como el corazón físico es el principio de todos los movimientos corporales, la voluntad es el principio de todos los movimientos espirituales, porque ella mueve el entendimiento, mueve las facultades inferiores y las pasiones, mueve las fuerzas exteriores para la ejecución de la obra intentada por el entendimiento y por los sentidos internos y externos.
¡Pobre corazón humano, inescrutable con frecuencia para el mismo que lo lleva en el pecho! ¿Quién lo conocerá? Y, sin embargo, muchos se dedican a penetrarlo hasta en los demás y hacerlo conocer en sus afectos y en sus movimientos.
Más de una vez, renombrados escritores han representado en sus relatos, en sus novelas, en sus dramas, el estado moral, paradójico, a veces hasta trágico, de dos excelentes esposos, nacidos para entenderse perfectamente; pero que, por no saber abrirse el uno a la otra, viven la vida común como extraños entre sí, dejan nacer y crecer en sí mismos incomprensiones y malentendidos que, poco a poco, turban y merman su unión y no rara vez la encaminan por una vía de tristes catástrofes.
Tal condición espiritual de dos cónyuges no existe sólo en las invenciones novelescas: se verifica y se encuentra, en grados diversos, en la vida real, aun entre buenos cristianos.
¿Cuál será su causa? Acaso será aquella forma de timidez natural que hace que ciertos hombres y mujeres sientan una repugnancia instintiva a manifestar sus íntimos sentimientos, a comunicarlos a cualquiera; acaso será una falta de sencillez que nace de una vanidad, de un orgullo escondido, acaso inconsciente; en otros casos, una educación defectuosa, excesivamente dura y demasiado exterior, habrá acostumbrado al alma a replegarse sobre sí misma, a no abrirse y a no confiarse por temor de ser herida en lo que tiene de más profundo y delicado.
Ahora bien, queridos hijos e hijas: esta confianza mutua, esta apertura recíproca de corazón, esta simplicidad mutua para comunicaros vuestros pensamientos, vuestras aspiraciones, vuestras preocupaciones, vuestras alegrías y tristezas, es una condición necesaria, un elemento, incluso un alimento esencial de vuestra felicidad.
Ante vuestros nuevos deberes, vuestras nuevas responsabilidades, una unión puramente exterior de vuestras vidas no puede bastar para poner a vuestro corazón en una viva disposición que responda a la misión que Dios os ha confiado al inspiraros que fundéis una familia, y para que permanezcáis en la bendición del Señor, persistáis en su voluntad y viváis en su amor.
Para vosotros, vivir en el amor de Dios es sublimar en su amor el recíproco afecto vuestro, que no debe ser sólo benevolencia, sino aquella soberana amistad conyugal de dos corazones que se abren mutuamente queriendo y desechando las mismas cosas, y se estrechan y unen cada vez más en el afecto que los anima y mueve.
Si debéis sosteneros mutuamente y daros la mano y apoyaros para hacer frente a las necesidades materiales de la vida, el uno dirigiendo la familia y asegurándole con el trabajo los medios necesarios para su sustento, la otra cuidando y vigilando todas las cosas en la marcha interna familiar, mucho más conviene que os completéis entre vosotros, os socorráis y prestéis mutua ayuda para superar las necesidades morales y espirituales de vuestras dos almas y de aquellos que Dios confiará a vuestra solicitud, las almas de vuestros queridos angelitos.
Pero tal mutuo sostén y ayuda, ¿de qué modo llegaríais a dároslo, si vuestras almas permanecieran extrañas la una a la otra, conservando cada una celosamente sus propios secretos de negocios, de educación o de contribución a la vida común? ¿No sois como dos arroyos que nacen de las fuentes de dos familias cristianas y corren por el valle de la sociedad humana, para confundir sus límpidas aguas y fecundar el jardín de la Iglesia? ¿No sois como dos flores que asocian sus corolas, y a la sombra de la paz doméstica se abren y se hablan con el lenguaje de sus colores y con la expansión de sus perfumes?
No diremos que esta mutua apertura de corazón haya de ser sin límites; que sin restricción de ninguna clase tenga que exponer y abrir el uno ante la otra, en alta voz, cuanto os ha pasado u os pasa por la mente, o tiene despierto vuestro pensamiento o vuestra vigilancia. Hay secretos inviolables, que la naturaleza, una promesa, una confianza, cierran y hacen enmudecer sobre los labios.
Ante todo, vosotros podéis, el uno y la otra, llegar a ser depositarios de secretos que no os pertenecen: un marido médico, abogado, oficial, funcionario del Estado, empleado de una administración, sabrá o podrá saber muchas cosas que el secreto profesional no le permite comunicar a nadie, ni siquiera a su mujer, la cual, si es sabia y prudente, le demostrará la confianza propia respetando escrupulosamente y admirando su silencio, sin hacer o intentar nada por penetrarlo. Recordad que en el matrimonio no se ha suprimido vuestra responsabilidad e imputabilidad.
Pero aun en lo que personalmente se refiere a vosotros, y a vosotros mira, puede darse el caso de confidencias que se harían sin utilidad y no sin peligro, que podrían hacer nociva y turbar la unión en lugar de hacerla más estrecha, más concorde, más alegre. Un marido y una mujer no son confesores: los confesores los encontraréis en las iglesias, en los tribunales de la penitencia, donde por su carácter sacerdotal, están elevados a una esfera superior a la vida misma de la familia, a la esfera de la realidad sobrenatural, y dotados del poder de curar las llagas del espíritu; allí pueden recibir cualquier confidencia, inclinarse sobre cualquier miseria. Ellos son los padres, los maestros y los médicos de vuestras almas.
Pero fuera de estos secretos personales y sagrados, de la vida interior y exterior, vosotros debéis poner en común vuestras almas, como para formar de las dos un alma sola. ¿Acaso no es de suma importancia para dos novios el asegurarse que sus vidas son tales que pueden concordarse y ponerse plenamente en armonía? Si uno de los dos es sinceramente, profundamente cristiano, y el otro –como por desgracia puede ocurrir– poco o nada creyente, poco o nada cuidadoso de los deberes y de las prácticas religiosas, comprenderéis bien que entre estas dos almas quedará, pese a todo un mutuo amor, una penosa disonancia, que no se armonizará enteramente, sino en el día en que se verifique, en su más pleno sentido, la palabra de San Pablo: “Santificatus est vir infidelis per mulierem fidelem, et sanctificata est mulier infidelis per virum fidelem“. Cuando, en cambio, en una casa, un ideal común de vida une ya a los dos cónyuges, y ambos son por la gracia santificante hijos de Dios y moradas del Espíritu Santo, entonces es posible y dulce confiarse recíprocamente alegrías y tristezas, temores y esperanzas, planes y designios sobre el orden interno de la casa, sobre el porvenir de la familia, sobre la educación de los hijos: todo esto lo pensarán entre los dos y lo preverán, procurarán y llevarán a cabo con confiada concordia.
Entonces, cuando sea necesario, el mutuo amor y el común espíritu cristiano harán esfumarse toda discordancia y se cambiarán en ayuda y fuerza para vencer las dudas y las vacilaciones de una timidez natural, incierta sobre sus pasos, para dominar aquellas inclinaciones y hábitos de aislamiento o de repliegue en el propio ánimo, que fácilmente crean y alimentan un silencioso descontento: no se torcerá ante el vigor necesario para tal necesidad y victoria, porque se comprenderá su importancia.
De este mismo amor, de donde nace el deseo de íntima fusión de vuestras vidas, tomaréis el ardor y el arrojo para las oportunas modificaciones y convenientes adaptaciones de vuestros gustos, de vuestras costumbres, de vuestras preferencias o predilecciones naturales, no cediendo a las insinuaciones del egoísmo y de la indolencia.
¿No es esto lo que la providencia de Dios, que os ha unido, pide a la generosidad de vuestro corazón, a aquel espíritu de verdadera comunidad de vida que hace suyo lo que agrada a la persona con quien se vive? ¿No es acaso conforme al intento divino de vuestra unión el tomaros interés por cuanto interesa a vuestro marido o a vuestra mujer?
Pero la buena familia que acabáis de iniciar, es hija de vuestras dos familias que os han hecho crecer, os han educado e instruido: en cierto modo, cada uno de vosotros ha entrado en la familia del otro; familia que de ahora en adelante ya no os es extraña, y hasta podéis llamarla vuestra, porque junto a aquel hogar habéis encontrado vosotros vuestra compañera o vuestro compañero.
No olvidéis, pues, a aquellos vuestros afines, a aquel padre, a aquella madre que os han dado su querida hija o su hijo; tomad parte en todo cuanto les interesa, en sus alegrías como en sus lutos; haced por comprender sus ideas, sus gustos, maneras, demostradles con el afecto concorde, el vínculo que a ellos os liga. También en aquella familia, vuestro corazón debe saber abrirse y entrar en una generosa y confiada entrega de ánimo y de pensamientos.. ¡Qué pena sería para vuestro marido, para vuestra mujer, si os mantuvierais esquivos y despreocupados de aquellas personas y de aquella casa que son los suyos!
El corazón abierto, si por todos los escritores que a través de los siglos han descrito y cantado los elogios de la amistad, ha sido llamado y exaltado con el fundamento del vínculo que ata en el afecto a dos amigos, ha de exigirse más en la vida conyugal, como vértice del santuario, de la paz y de la alegría doméstica, donde un corazón que se abre a vosotros, y al que se os ha concedido en todo momento poder abrir el vuestro, así sea la mañana, el mediodía o la tarde de vuestra jornada, es siempre fuente y alimento de aquella felicidad que, más que en la simple amistad, se goza en el matrimonio cristiano, cristianamente vivido. Que Dios, queridos recién casados, os conceda con su gracia el afrontar con ánimo cada vez más generoso los pequeños sacrificios que acaso requiere el gustar, plenamente de tanta felicidad. Esto le pedimos para vosotros, mientras de corazón os impartimos Nuestra paterna bendición apostólica.