Existen miedos instintivos: como la gallina que huye cuando ve al zorro, el hombre recula frente al peligro.
Cuando el peligro es determinado y conocido, el miedo vigoriza al hombre para la lucha o la huida.
Cuando, sin embargo, la persona teme sin tener certeza del porqué, no teniendo para donde escapar, toma el tormentoso camino de la angustia.
Es por instinto que los niños de dos meses de estremecen por ruidos repentinos o por una luz más viva que repentinamente se enciende. Y más adelante llora ante un desconocido, huye de los animales, se aparta del fuego, grita cuando lo suspenden bruscamente o le dan vueltas, etc.
Miedo a lo desconocido
Todo lo que es repentino, intenso o desconocido, produce miedo al niño. Es por eso que sus terrores son tanto más numerosos cuanto mayor es su ignorancia de las cosas.
A medida que toma conocimiento de la vida, pierde muchos miedos, salvo que una educación errada los agrave y multiplique.
Se enseña el miedo
El niño es extremadamente sugestionable: aprende con sencillez lo que ve y el escucha.
Si ve a su madre subirse a la silla debido a una cucaracha, al espantado por el número 13, las hermanas aterrorizadas con el trueno, etc., es natural que tome las mismas actitudes ridículas.
Así se explican los tontos terrores a la obscuridad, de las máscaras, del color negro, del soldado, del viejo mendigo, de la sangre, del etc.
Del ambiente doméstico vienen otros miedos: al lobisón, los fantasmas, las ánimas del otro mundo, los cadáveres, las enfermedades, los microbios, los tabúes alimenticios, las supersticiones, las personas imaginarias, e incluso las reales, que deberían infundir simpatía: como el soldado, el sacerdote, el doctor, el dentista, el mendigo…
Hay miedos cultivados por los adultos. Los padres, incapaces de hacerse obedecer, apelan a las intimidaciones para calmar a los niños, o hacerlos comer, o dormir, etc. Las madres lo sugieren hasta el punto de deformar al niño.
Las sugerencias también vienen de las historias macabras, películas impresionantes, ciertas revistas que pueblan la imaginación de los niños de escenas de violencias y sangre, de personajes agresivos y horribles, y de peligros que amenazan a otros niños.
Recomendaciones excesivas
- No suban a los árboles, para no caer.
- No jugar al balón, para no lastimarse.
- No correr con la bicicleta, para no romperse la columna.
- No toquen lo bichos para no contagiarse de tuberculosis.
Son lecciones de poltronería, de falta de iniciativa, de carácter varonil. Lo que se obtiene en la mayoría de los casos es el desdén de los niños… Y si no las desprecian, ¡se perjudican!
Vida doméstica
Calma y tranquila, la vida de familia confiere a los niños la confianza y el bienestar. Agitada y procelosa, infunde desasosiego, inquietud y falta seguridad, llevando al miedo difuso, generador de angustias.
Si la familia es agitada por peleas de los padres, por escenas de alcoholismo u otros disturbios, no hay que admirarse de que los niños sean agitados por los sobresaltos y al menos ruido o alteración de voz…
Prevengamos el miedo
No pretendemos extirpar del niño todos los miedos. No creo que sea esto posible en los adultos normales. Por más fuertes que seamos, siempre tenemos cierto miedo. Procuremos, sin embargo, prevenirlo en los niños.
Dar seguridad
Un ambiente de seguridad, donde los adultos no hablen de miedos y no tengan los innecesarios, es condición esencial. El miedo genera miedo; la seguridad establece seguridad.
Amados, felices, ello garantiza a los niños. Incluso frente a los peligros, los padres deben comportarse con moderación y tranquilidad, sin espantos, porque el asombro produce miedo.
Ambiente normal
Hay que establecer un ambiente normal para el pequeño, acostumbrándolo a los rumores comunes de la casa (sin un silencio exagerado para dormir), a media luz del cuarto para el reposo diurno, y oscuridad para la noche (así se elimina el miedo al apagón).
El niño fuerte
Es necesario dar al niño confianza en sí mismo: sueño suficiente, alimento, ejercicio físico, juegos, ejercicios, bicicleta… Esto le da seguridad.
¿Se raspó? Mercurio-cromo… ¿Se quebró? Enyesado… Si los amigos hacen todo esto, ¿por qué no lo hará él? No debe tener miedo.
Lo esencial es educar un niño sano de cuerpo y de espíritu, y no inspirar miedo.
Vigilar para no decir lo que provoca miedo a los niños. Y cuando ellos lo hayan oído de otros, hay que reducir las cosas a sus dimensiones verdaderas, señalando lo ridículo de eso que temen y que es inofensivo.
No a ridiculizar
Cuando el niño tiene miedo (es imposible no tenerlo), hay que evitar ridiculizarlo. Incluso si no tiene razón verdadera para temer, tiene lo subjetivo: ¡ve el peligro, porque cree en él!
Ridiculizar a los otros miedosos, sí; al propio hijo, no; porque esto lo inhibe.
Confianza en Dios
Los que no entendemos la educación sin el factor religioso, debemos valorar, con el niño, la confianza en Dios: Él nos protege.
Que el niño piense en Dios, que lo invoque; eso lo tranquilaza.
Miedos beneficiosos
Siempre que haya un peligro real, el niño debe saber temerlo, para evitarlo. Lo mejor es saber cómo prevenirlo.
La buena educación requiere no sólo que se conozcan los peligros, sino también prevenirlos, preparando al niño para esto.
El Santo Temor de Dios
El gran temor que el educador debe inspirar es aquél que el Espirito Santo llama “el principio de la sabiduría“. Quién tiene en el alma, firme y profundamente, el santo temor de Dios, está en condiciones para resistir todos los peligros y para vencer todos los miedos.
Se debe temer el pecado, porque es ofensa al Padre, mucho más que la consecuencia de conducir al infierno.
Se debe temer el peligro de pecar, porque la fragilidad de la naturaleza no necesita más que las ocasiones para experimentarlo.
Se deben temer las malas compañías, porque son elementos de perdición más perniciosos que el propio demonio.
Hay que educar en el santo temor de Dios, para la sabiduría, porque “el temor del Señor es la misma sabiduría“.
Hay que educar en el horror del mal y el amor al bien.
Hay que educar para el valor, la fortaleza, la energía, la coherencia, las virtudes.
Hay que preparar a los hombres que, frente al deber, sepan cumplirlo sin mirar otras conveniencias, desconocedores del miedo de la opinión de la otra gente y de los juicios humanos inestables.
Esta es la educación que debemos llevar a cabo.
Por Monseñor Álvaro Negromonte
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