Un comunicador, un policía y un médico, hoy sacerdotes, cuentan por qué abandonaron sus profesiones.
El doctor que busca la sanidad interior
Jesús Alberto Pinzón, de 49 años, descubrió su vocación atendiendo a sus pacientes. Nació en un hogar católico de Neiva, fue acólito y estudió con los padres salesianos. Muchos vaticinaban que sería sacerdote, pero él no estaba seguro.
Estudió medicina en la Universidad Javeriana y la ejerció durante cinco años. En ese lustro se dio cuenta de que los males emocionales que sufren las personas suelen ser más graves que sus enfermedades. “Me dedicaba a escucharlos y a indagar sobre sus dolores y vacíos espirituales, con cariño y paciencia”, dice.
La inclinación que llegó a sentir de niño volvió a palpitar en su corazón; tanto, que decidió dejarlo todo y empezar de cero. “Fue un choque fuerte comenzar a estudiar teología y filosofía, dos cosas totalmente distintas a la medicina, que es una ciencia”, recuerda.
Renunciar a su sueldo y a la idea de formar una familia –en su época de médico tuvo dos novias– y separarse de sus padres y hermanos también fueron retos difíciles. Pero la paz que ha encontrado en los caminos de Dios es, según él, lo mejor que le ha pasado. “Llevo 17 años de ordenado y cada día me siento más convencido de seguir a Cristo”, añade Pinzón, párroco de la iglesia Santa Clara de Bogotá. Sin embargo, no se ha librado de su investidura de médico. Algunos de sus fieles le piden que les revise los exámenes o que les aclare conceptos de otros doctores. Él acepta. “Pero los remito a donde el mejor doctor que hay: Dios”, aclara.
El capitán que confiesa a los policías
Juan Gabriel Corredor es cura y capitán de la Policía. Prefiere que le digan ‘padre’, aunque le falta un año para serlo. Es diácono, el paso anterior a ordenarse.
“Una noche soñé que Cristo me tomaba de las manos y me apretaba, pero se retiraba. Sentí miedo y quedé en crisis”, dice Corredor, de 33 años –“la edad de Jesús”, aclara–, nacido en la desaparecida población de Gramalote (Norte de Santander).
Fue al psicólogo, pero no obtuvo respuestas satisfactorias. Empezó a interesarse por la Iglesia y a preguntarse por el sentido de su vida. Se acostumbró a leer la Biblia, a ir a misa y asistió a retiros espirituales. Todo eso mientras desempeñaba sus labores en la Policía (hacía un curso de investigación criminal).
“Seguía con mi novia –con la que llevaba un año– e iba de rumba, pero mi alma estaba cambiando”, confiesa. Con el tiempo entendería que era Cristo el que lo llamaba. “Fue muy raro. Nunca se me había pasado por la cabeza ser sacerdote y no era el más creyente. Soñaba con ser un gran oficial, casarme y tener hijos. Pero las cosas de Dios son así”, dice. Cuando decidió que sería sacerdote, lo primero que hizo fue hablar con su novia. Ella lo apoyó, al igual que sus amigos y familiares.
Pensó en renunciar a la Policía, pero se enteró de que hay un seminario para miembros de la fuerza pública. Allí empezó su formación religiosa. Era el 2007 y tenía 27 años.
Lidiar con el celibato no ha sido un problema, dice. “Es un don de Dios. Unos están llamados a ser castos y otros, a casarse. No tenemos hijos, pero somos padres de una comunidad”, explica.
Hoy, el ‘padre-capitán’, como le dicen sus compañeros, asiste al seminario y orienta a los uniformados. “Un policía sin Dios es un peligro para la sociedad”, enfatiza Corredor, quien recuerda que el lema de la Policía es, precisamente, Dios y Patria.
Ayudar a sus compañeros lo convenció de que ser un sacerdote-policía era su destino. “Los policías deben estar disponibles las 24 horas. Los problemas de las calles los absorben y su trabajo no les deja tiempo para la familia. Viven estresados”, comenta Corredor.
Sintió un pálpito antes de casarse
Efraín Mejía Gallego se ordenó en diciembre del 2012. A los 38 años, después de haber pensado en casarse y de llevar una vida de lujos, se convirtió en cura.
“Bailaba todos los días y amanecía tomando. Tuve muchas novias. Me gastaba la plata en viajes, ropa y comida, hasta que escuché a Dios”, cuenta este caleño, que hoy es párroco en el barrio Domingo Laín, de Ciudad Bolívar, y director de comunicaciones de la Arquidiócesis de Bogotá.
Mejía, comunicador social de formación, cuenta que renunció al sueldo de más de 10 millones de pesos que tenía como consultor y a la mujer con que había soñado como esposa. Estaba organizando la boda cuando sintió una presión en el pecho que no lo dejaba tranquilo, “un pálpito”, dice. Entonces fue a una iglesia y le reclamó a Dios: “¿Qué hago, Señor? Me das una gran mujer y ahora me pasa esto”.
Un amigo sacerdote le aconsejó hacerle caso a la señal. Tras un retiro espiritual, le dijo adiós a su novia. Como tenía más de 30 años, visitó al arzobispo de Barranquilla, el hoy cardenal Rubén Salazar, y le dijo: “Tengo 38 años, quiero casarme, pero siento la necesidad de entregarme a Dios. Si me recibe, me hago sacerdote”. Salazar dijo sí y él se fue a un seminario español.
“Entregado a Dios y trabajando con la comunidad, mi vida tiene un sentido muy especial”, concluye.
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